Me ha parecido interesante leer esta entrada del blog de El Mundo, de hace 12 años. Mucho han cambiado las cosas en España en nuestra percepción de Rusia y los rusos. Ahora estamos mucho más próximos a la forma rusófoba en que las películas americanas nos pintan el país euroasiático. Parece que ha ido calando ese interés en presentarnos a Rusia como una especie de infierno de maldad. Yo siempre digo lo mismo. Es fácil sacar un billete y volar a Rusia para comprobar el aire del país, que nada tiene que ver con lo que nos enseñan las películas americanas de rusos malos. En este caso la película no es de Hollywood sino que es una producción multinacional, pero para el caso es lo mismo.
El otro día leí en Libertad Digital una frase que me causó gran pena y que decía así: «¿Y desde cuándo nos importa lo que opinen los rusos? Para la mayoría de los españoles un ruso es un tipo rubio y grande con pinta de mafioso que se dedica al negocio de la prostitución en la Costa del Sol.«
Esto era a cuento de la visita de Borrell a Moscú y el revuelo que se montó cuando, nada más sentarse en la mesa para dialogar con el ministro Lavrov, pidió la liberación de Navalny. Entiendo que los de Libertad Digital estén dolidos, pero la frase es tremendamente desafortunada e injusta. El que se crea eso de que los rusos son mala gente por ser rusos es que es un imbécil, así de simple. Máxime cuando Lavrov no cuestionó la democracia en España, sino que se limitó a decir que al igual que en España existen presos y fugados cuya punibilidad es cuestionada por algunos países europeos y sin embargo España se mantiene firme en la defensa del cumplimiento de su legalidad, lo mismo espera Rusia en reciprocidad para el caso Navalny. Esto es, que se respete su sistema judicial.
Pero cuando los prejuicios y los insultos contra toda una nacionalidad se convierten en ideas publicadas en un periódico, estamos ya muy cerca del delito de odio. Por eso me ha parecido sorprendente encontrar en este blog de El Mundo una crítica a esa concepción americanizada de lo ruso como algo malo inherente al cine de Hollywood.
Rusia, en la vía muerta del estereotipo
Cartel del la película ‘Transsiberian’.DANIEL UTRILLA desde Moscú
11 de abril de 2009.- Tolstoi murió en la casita de un jefe de estación tras coger una pulmonía en un tren de provincias, su personaje inmortal Anna Karenina muere arrollada por una locomotora, Nicolás II abdicó en su ferrocarril privado y Rusia es arrojada a las vías del tren cada vez que un director de Hollywood planta el trípode en tierra de zares.
Acabo de hacer un pequeño viaje en tren por la provincia rusa (experiencia tan pintoresca como recorrer el Misisipí en un ferry de vapor o la Gran Muralla en un carro chino de tracción bípeda), y me choco de frente en Moscú con ‘Transibberian’, una película del director Brad Anderson que traquetea apoyada sobre los sólidos y largos raíles de la rusofobia estereotipada por Hollywood.
Rusia sigue siendo un país devorado por el frío, el absurdo y media docena de estereotipos (incluidos el frío y el absurdo). Y hasta que los rusos no se sacudan esa fama negra que les cae encima como la nieve, seguirán siendo los malos de la película.
Desde luego vuelven a serlo en ‘Transsiberian’. Vista desde Moscú, entre rusos, la película resulta grotesca, exageradamente siniestra, un rebullo macabro de estereotipos apilados en un vagón soviético y lanzados sobre la nieve a ritmo de ‘thriller’ para dejar tras de sí un reguero de sangre muy roja (tonalidad ‘russian red’) y un cóctel de vodka, matrioshkas, más vodka, trenes, mucho frío, mafiosos y un poco más de vodka. Sólo las prostitutas se quedaron fuera del reparto.
Estrenada en España hace unos meses, la historia narra las desventuras de una pareja norteamericana acosada por un inspector mafioso ruso que sigue el rastro de un narcotraficante en el mítico tren Transiberiano.
En el vagón restaurante, el vodka salpica a todos como por aspersión en medio de cánticos y brincos folclóricos rusos («ya estamos con la misma canción» piensan mis amigos rusos al ver esta secuencia que se repite indistintamente en películas como ‘El Hundimiento’, ‘Enemigo a las puertas’ o la última entrega de Indiana Jones).
La pareja americana huye de los refunfuños incomprensibles de la guardiana del vagón (que ningún subtítulo traduce para que resulten más amenazadores) y ambos añoran la vuelta al hogar con más ahínco que E.T. «Soy ciudadano americano», exclamará el protagonista cuando los malos le arrastren por las orejas sobre la nieve.
El ‘McGuffin’ de la película va oculto en un juego de muñecas ‘matrioshkas’ y el paisaje ruso destila una tristeza gris, mortecina y depresiva, tan sólo habitada por abuelas embuchadas en lana que venden zarandajas al paso del tren. La inmensa Siberia acongoja tanto como un zulo. «Durante el comunismo vivíamos en la oscuridad, ahora morimos en la luz», dice entre chupito y chupito el inspector Grinko, interpretado por el siempre genial Ben Kingsley.
Pero no me corresponde a mí valorar la calidad técnica de la película o del reparto (la crítica occidental ensalzó la cinta en general). Mi intención es hablar de ese actor secundario que es la rusofobia y que siempre acaba saliendo, como Alfred Hitchcock en sus películas.
El mago del suspense defendía la necesidad de espolvorear con estereotipos las películas ambientadas en otros países, mostrando relojes de cuco si los protagonistas estaban en Suiza o molinos entre tulipanes si la película transcurría en Holanda, como pasa en ‘Enviado especial’. Sin embargo, en ‘Transsiberian’ los estereotipos sobrevienen como bolazos de nieve arrojados en una sola dirección: la perversidad histórica rusa y sus derivas criminales. No hay ni un sólo guiño amable hacia lo ruso o hacia los rusos.
Después de ver la película, salí a la calle atenazado, temeroso del peligro circundante. Hasta los niños moscovitas me parecían seres malévolos, gremlins rollizos a punto de metamorfosearse en criminales con tatuajes obscenos. El frío era más agudo, los posos de nieve más oscuros (en Moscú la nieve en primavera se ennegrece debido a la polución mefítica).
Sin embargo, bastó cruzarme en la calle con una rubia poseedora de esas «cadencias inequívocas de la mujer rusa» (como definió Nabokov en uno de sus cuentos el cimbreo de sus compatriotas), para que se deshiciera el embrujo. La chica (como un tren) hizo descarrillar al ‘Transsiberian’. Ocurió que la aparición de la bella puso al descubierto un grave error de guión que echó abajo todo el edificio de la ficción: en la película no sale ninguna rusa guapa (todas son vetustas, orondas y ariscas), algo tan complicado a priori como evitar planos de nieve en un bosque bielorruso en la tercera quincena de enero. Hollywood ha generado estereotipos antirrusos como para parar un tren.
Las películas de la Guerra Fría lograron que la maldad prespuesta del Politburó se contagiara por osmosis a las gentes de la URSS, hasta el extremo de ocultar algo imperdonable como el atractivo de la mujer rusa. En ‘Un, dos, tres’, la genial comedia de Willy Wilder (1961), los soviéticos que llegan a Berlín Occidental interesados en comprar la fórmula de la Coca-Cola afirman que, a diferencia de las alemanas, todas sus mujeres son orondas como samovares. Si este estereotipo es falso (basta un paseo por Moscú para comprobarlo), ¿no habrá que empezar a dudar un poco de los demás?.
Aún a riesgo de incurrir en estereotipos, Álvaro Cunqueiro afirmaba que «toda la literatura rusa está atravesada por un pitido de tren en la noche». Los sorianos que aún recuerdan los estridentes bufidos de las locomotoras durante el rodaje de ‘Doctor Zhivago’ en 1965 a los pies del Moncayo saben a que se refería el escritor gallego.
Las ventajas de viajar en tren (sobre todo en los achacosos y bamboleantes trenes de fabricación soviética que aún circulan) son muchas si se tiene un buen libro a mano (‘Ventajas de viajar en tren’ de Antonio Orejudo se me ocurre) o entre manos. Que se lo digan si no al escritor brasileño Paulo Coelho, que hace dos años recorrió Rusia de cabo a rabo en el Transiberiano y (casualidad o no) acaba de publicar una novela protagonizada por un oligarca ruso que encarga cinco asesinatos en serie. No hay remedio. Está visto que el tren es y seguirá siendo el medio de locomoción más usado por la Rusia blanca y por la novela negra.